En el centenario del nacimiento de Tàpies le hacemos un homenaje con el objetivo de ver como su obra se fundamenta en la creación y presentación del objeto, mediante el propósito de exhibir lo real para evitar la representación.
Lienzos y esculturas que miran hacia el interior responden al rechazo del arte “preestablecido”, el de labor mimética, cuyo objetivo no es otro que el de retratar lo externo por medio de una “realidad” duplicada.
Una estética minimalista basada en la materia, los signos y el “art brut”; influenciada también por las corrientes artísticas del momento, las filosofías orientales y por el cine.
El artista visiona películas clásicas en su hogar con sus amigos algunos jueves por la tarde; lo que provoca no solo la creación de un estilo, sino también el nacimiento del pensamiento estético que deriva hacia la configuración de sus composiciones.
A través de ciertas variables, examinaremos algunas de estas películas para comprobar su presencia en su obra, y observar, a la vez, lo que tiene esta de autobiográfica.
Al centrarnos en la materia en el arte, vemos como sus creaciones experimentan una rápida degradación. Tàpies respalda la descomposición, el paso del tiempo y la pérdida de la idea de eternidad del arte. Una postura que mantenían los surrealistas y que la identificamos en el filme “Un Chien Andalou” (1929) de Buñuel, con la secuencia del burro putrefacto yaciendo sobre un piano.
Sobre el pensamiento, el artista nos indica… “Pienso que una obra de arte debería dejar perplejo al espectador, hacerle meditar sobre el sentido de la vida”. Una inquietud existencial plasmada en los primeros compases de la película de Ingmar Bergman “El Séptimo sello” (1957), cuando su protagonista reta a la muerte a una partida de ajedrez para intentar desembarazarse de ella.
Respecto a las corrientes artísticas, “Entr’acte” (René Clair, 1924) es una composición fílmica de clara conexión dadaísta, en la cual la construcción narrativa del modo de representación clásico brilla por su ausencia, ya que las secuencias se suceden a modo de símbolos sin vinculación aparente.
Por último, descubrimos las filosofías orientales a través de cintas japonesas, tales como “Rashomon” (Akira Kurosawa, 1950), “Cuento de luna pálida” (Kenji Mizoguchi, 1953), o "Mujer de Tokio” (Yasujiro Ozu, 1933), con estructuras lingüísticas próximas a las de su obra, desde las cuales nos espía el alma del artista.
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