En 1968 se produjeron revueltas en una docena de países de todo el mundo. Fueron revueltas distintas pero conectadas: muchos de sus protagonistas eran jóvenes contrarios a la guerra de Vietnam, que se sentían aplastados por el sistema político en el que vivían y aspiraban a un mundo distinto y más libre. Fascinados por la aún próxima Revolución cubana, por el maoísmo que en ese momento llevaba a cabo su Revolución Cultural y por filosofías recientes como la de Marcuse o Freud, pretendieron subvertir el mundo sin hacerse con el poder.
Sin embargo, el legado de esas revueltas no fue el que pretendían entonces. En ninguno de los países donde tuvieron lugar las protestas se produjo nada parecido a un cambio del sistema, sino que estos más bien salieron fortalecidos. Donde había comunismo, siguió el comunismo; dónde imperaba el capitalismo, este se reforzó. El legado de 1968 fue a menudo contradictorio y siempre complejo. En muchos sentidos, ahondó en el individualismo, creó una libertad inescapablemente vinculada al consumo y liberó la sexualidad. Pero también dejó interrogantes sobre el presente y el futuro de la izquierda, la cohesión social o las relaciones intergeneracionales.
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