Vivimos en una sociedad moderna, desarrollada, global, digital,… y extremadamente conflictiva. La regulación de casi todos los ámbitos de la vida social ha llevado a un nivel de conflictividad extremo, judicializando las relaciones entre las personas, en muchos (¿demasiados?) casos. El Poder Judicial es básico en la estructura del Estado y, en cuanto tal, está llamado a contribuir a la pacificación de la sociedad y a garantizar valores supremos como la libertad, la igualdad, la pluralidad y la justicia. No obstante, su uso (o abuso) también acarrea inconvenientes: falta de diálogo, conflictos que causan más conflictos, enemistad, crispación social, tecnicismo, coste elevado,… Es, por ello, que, cada vez, se utilizan más los mecanismos extrajudiciales de resolución de conflictos, basados en el diálogo y entendimiento entre las partes. La conciliación, la mediación o el arbitraje son ejemplos de estas técnicas en las que un tercero, elegido por las partes, ayuda a solventar los conflictos jurídicos sin las formalidades judiciales y con un marcado carácter pedagógico, constructivo y pacificador. Sin embargo, estas técnicas extrajudiciales, para ser realmente efectivas, requieren del auxilio y control de juzgados y tribunales.