Los llamados “estados dinásticos” (Richard Bonney) del Antiguo Régimen cifraban el ciento por ciento de su continuidad en la simple existencia de uno o varios herederos del monarca reinante. Por lo general el sistema funcionaba sin contratiempos, haciendo depender su continuidad de la biología. Sin embargo, podían sobrevenir momentos en los que la supervivencia de la dinastía amenazaba peligro. Se abría entonces un abanico de escenarios de lo más variopinto. La dinastía podía extinguirse y ser sustituida por otra mediando o no un acuerdo al respecto. En 1603 la sucesión de la dinastía Tudor al trono de Inglaterra se pactó dando entrada a la escocesa Estuardo. Pero la ejecución de Carlos I en 1649 dio paso en lo inmediato a un régimen republicano que sólo más tarde salió de la escena mediante la restauración de los mismos Estuardo. Este proceso, a su vez, se vio interrumpido por la llegada de una dinastía foránea que la clase política prefirió a la nativa. Este modus operandi ha llegado en la Gran Bretaña hasta nuestros días.
No es infrecuente que las transiciones dinásticas devengan en conflictos civiles. Tanto Francia como Inglaterra disponen de un sangriento catálogo de tales episodios. La Francia de la segunda mitad del siglo XVI constituye un paradigma en tal sentido, ribeteado, por lo demás, de tres magnicidios. Con sangre se impuso la casa de Trastámara a la de Borgoña en Castilla, y una guerra civil siguió a la instalación de los Habsburgo propiciada, a su vez, por un contencioso dinástico. Circunstancias similares se reprodujeron en 1700 (Habsburgo vs Borbones).
La sucesión de Felipe II no fue precisamente un baile de debutantes. El monarca tuvo cuatro esposas que le dieron once hijos. Pero en 1597, tras la muerte de la princesa Catalina Micaela, el futuro de la dinastía descansaba en otra princesa ya entrada en años, y a la que estaba costando trabajo encontrar marido, y un príncipe de complexión “fort délicat” (según el embajador de Francia) y nula preparación para el cargo.
El escenario causaba preocupación, y venía trufado además por una serie de circunstancias harto preocupantes: a) la guerra con Francia desatada en 1595; b) la bancarrota de 1596; c) el ataque a Cádiz del mismo año; d) la perpetuación de la guerra de Flandes; e) la peste que arrasó Castilla de norte a sur de 1596 en adelante; f) el envilecimiento de la moneda; g) la resistencia de las Cortes y las ciudades; etcétera.
El país precisaba un repaso de pies a cabeza, y desde luego la mutación en el sistema de gobierno se percibió en los primeros años del nuevo monarca, sin excluir una crítica al pasado, que no desdeñó el uso del vocablo tiranía. El viejo rey pergeñó en sus últimos meses de vida un plan dinástico que pretendía dar salida a los principales problemas que acosaban tanto a la dinastía como a la propia monarquía. Las bondades de dicho plan se revelaron, a la postre, harto dudosas. En general puede afirmarse que la Monarquía salió debilitada tras el tránsito. La política exterior se complicó sobremanera; el sistema fiscal se escapó en gran medida al control del soberano; el régimen de valimiento debilitó la propia figura de los monarcas…
UNED Pontevedra
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