Todos los indicadores disponibles en el ámbito de las ciencias sociales apuntan a que la sociedad española se aproxima a una más de sus crisis existenciales. A diferencia de otras naciones occidentales dotadas de una mayor estabilidad y de un curso histórico más lineal, España se caracteriza por crisis cíclicas que convulsionan su funcionamiento institucional y la abocan a una redefinición periódica de su propia identidad.
A lo largo de este repaso, nos vamos a detener en los hitos más significativos que jalonan el último siglo largo que va de la crisis del 98 a la pandemia de 2020. La historia comienza con la primera crisis de la restauración borbónica, en 1898, fruto de una derrota militar que llevó a la pérdida de las últimas colonias; seguida entre 1917 y 1923 de un ciclo de protestas e inestabilidad política, sin que las élites fueran capaces de actualizar la fórmula canovista, abriéndose hacia un esquema político democrático.
Ello nos lleva, después de un largo episodio dictatorial, a la crisis de los años treinta, en un contexto internacional de máxima confrontación ideológica y geopolítica. La fórmula constitucional empleada entonces no reunía las suficientes garantías de consenso ni de diseño institucional como para conjurar la dinámica de polarización desatada en la década de los treinta, de manera que el golpe de Estado del año 36 y la consiguiente guerra civil condenaron al país a la pesadilla del nacional-catolicismo y el aislamiento internacional.
Con estas premisas, cabe decir que la única crisis existencial de la que España salió fortalecida fue la crisis de los años setenta del pasado siglo, por cuanto fue el único momento en que las elites políticas fueron capaces de acordar no solo un marco constitucional de amplio consenso sino también un proyecto de estabilidad y crecimiento: la integración europea. Nunca España brilló tanto como en las décadas que van de la muerte de Franco a 2010, por cuanto parecía cumplirse el viejo sueño orteguiano: Europa como solución al problema español. No es casualidad, desde este punto de vista, que los primeros síntomas de disfuncionalidad del llamado régimen del 78 fueran simultáneos a la crisis de la eurozona, como tampoco lo es que la manera como se resuelva la crisis de la pandemia en España dependa, más que nunca, de la manera como Europa resuelva su propia crisis existencial ante la amenaza del populismo.
Pues lo que ha puesto de manifiesto la crisis institucional devenida tras la Gran Recesión es que las elites políticas españolas ya no son capaces por sí mismas de encontrar solución a los problemas nacionales: primero fracasó el bipartidismo a la hora de acordar una salida a la crisis económica y, a continuación, fracasó la ‘nueva política’ en su intento de regenerar las instituciones, toda vez que en lugar de facilitar un nuevo consenso regenerador, apelando a la transversalidad ideológica, exacerbaron la polarización que el bipartidismo había puesto en marcha. Para completar el cuadro, las elites periféricas optaron por aprovechar la coyuntura de doble crisis económica e institucional mediante el recurso a la fórmula separatista, eludiendo de esta manera cualquier responsabilidad en la gestión de la crisis. Así las cosas, España depende, por lo pronto, de que Europa aprenda la lección de la pasada crisis del euro, pero depende, sobre todo, de que las elites nacionales no pongan dificultades a la intervención europea, más allá de las limitaciones e impedimentos que la propia Europa está poniéndose a sí misma.
Conviene tener en cuenta, en este punto, que en 2021 España va a alcanzar niveles de paro similares a los que alcanzó en 2012, pero difíciles de soportar con el actual nivel de déficit de la Seguridad Social. Pues a diferencia de 2012, cuando el sistema estaba protegido por un Fondo de Reserva de más de 60.000 millones, no cabe descartar que la financiación de los ERTE lleve al sistema a una situación de máximo estrés. Si ahora mismo es difícil anticipar el escenario económico resultante, más difícil resulta imaginar sus consecuencias sociales. Lo que sí podemos adelantar es el nivel de confrontación política y de ruido mediático que inevitablemente va a llevar asociado, fácilmente previsible a la vista de lo ocurrido en el último lustro. Esperemos que esta vez la crisis existencial que se avecina no vaya acompañada de una crisis en paralelo a nivel europeo.
Las crisis existenciales se producen por acumulación explosiva de crisis parciales o sectoriales. Desde esta perspectiva, la crisis de los años treinta es paradigmática: nada menos que tres grandes cuestiones confluyeron en ese momento de forma crítica: la cuestión social (señaladamente la reforma agraria), la cuestión territorial (la discusión de los estatutos) y la cuestión religiosa (¿había dejado España de ser católica?), cada una de las cuales tenía capacidad por sí misma para generar la suficiente conflictividad social y política como para poner a prueba la capacidad de respuesta del sistema político. Ahora bien, si a ello añadimos la cuestión militar, producto de un ejército sobredimensionado y de una fuerte tradición pretoriana, ya tenemos el cóctel completo.
En la pasada crisis, hemos tenido otro ejemplo aleccionador de cómo funciona el proceso de acumulación: todo empieza con el estallido de la burbuja inmobiliaria, a consecuencia de la burbuja crediticia desencadenada por la unión monetaria. En un primer momento, la crisis financiera se convierte en crisis de deuda soberana, toda vez que los gobiernos se ven impelidos a acudir en socorro de los bancos. A continuación, la crisis de deuda se convierte en crisis social, bajo el imperativo de austeridad emanado de Bruselas y los recortes consiguientes.
En paralelo, se produce el efecto combinado de la incompetencia de los partidos para gestionar la crisis y la proliferación de los escándalos de corrupción, todo lo cual convierte a la clase política en parte del problema y no de la solución. De ahí a la crisis institucional solo hay un paso: es el que dan los partidos embarcados en proyectos rupturistas y, en particular, los independentistas, en su aprovechamiento oportunista de la acumulación de problemas. Así es como se prepara la receta para una crisis existencial. Por si faltaba algo, la jefatura del Estado ha pasado a formar parte del debate político, a raíz de las aventuras extraconyugales del rey emérito, con lo que ya ninguna instancia institucional, incluida la forma de Estado, queda al margen de la crisis. Todo un desafío para la reflexión histórica y sociológica.
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